martes, 27 de octubre de 2015
EL COLOR DE LAS CALLES
Lo que son las cosas, cuando era niño las calles de mi pueblo, -que ahora es ciudad-, no tenían colores sólo blanco y negro, tuvimos que esperar a que casi se muriese Franco para que tomasen algún color, primero sepia y luego un rosa muy suave.
Ahora la gente se ríe cuando digo que me miraba al espejo del armario del cuarto y yo era un Jesús en blanco y negro porque efectivamente era así, supongo que algún pintor callejero iba pintando las calles durante la noche hasta que un buen día, muy soleado ya pudimos verlas en technicolor.
CUANDO LLEGÓ EL PROGRESO
En el pasado las cosas no eran como ahora que la gente se viste de cualquier manera. No, no era así, la gente se vestía según la estación del año y los niños teníamos una moda muy rara. De muy pequeños o lactantes nos ponían unas mantas hechas a mano casi siempre blancas, supongo para destacar en mitad de la noche, como sólo teníamos blanco y negro.
Los mayores vestían de mayores y todos iban prácticamente igual, las niñas se ponían faldas de cuadros escoceses que son unos cuadros como los de las tabletas de chocolate, se peinaban con trenzas, todas llevaban trenzas porque era el uniforme de las niñas, nosotros, los niños, usábamos los mismos pantalones cortos en verano que en invierno, la única diferencia estaba en que si hacía frío nos ponían calcetines que al salir de casa los llevábamos muy altos y a los dos minutos ya estaban caídos. El frío no nos afectaba por mucho que hiciese entre los calcetines y pantalón corto, todo un misterio.
Y en ésas llegó el gas butano, una pena porque tuvieron que cerrar las carbonerías con sus imponentes montones de carbón y también, las droguerías donde vendían el gas. El gas no era gas, cosa que siempre me preocupó, el gas era líquido y un gas líquido ni es gas ni nada, aunque sí puede ser muy peligroso. Llegó el butano como os lo estoy contando -sin avisar- y de la misma manera, llegaron los pollos congelados de Argentina.
Recuerdo que en La Placilla, un acceso a la plaza de abastos de mi pueblo, ése que ahora es ciudad, quitaron una tienda, abrieron dos escaparates y una puerta en el centro, también pintaron un letrero donde se leía “La Pitilla”, yo sabía que pitillo era la forma en que los cursis llamaban a los cigarros finitos, pero pitillas aún sigo sin saber qué es lo que era, pues allí vendían pollos, pollos pelados y congelados. Nunca había visto un pollo muerto pelado, jamás, los pollos todos tenían plumas y se compraban vivos y una señora de la calle Palacios se iba para dentro de su tienda, recovas las llamábamos, se oía un cocorocó y un par de aleteos, luego se esperaba un rato y nos ponían el pollo en la bolsa que nosotros llevábamos. Podéis creerlo o no, me da lo mismo, pero en mi niñez de blanco y negro los pollos se compraban vivos hasta que llegó el butano y los pollos congelados de Argentina.
Al Instituto íbamos poquísimos, los niños me preguntaban qué hacía allí y les contestaba que aprendía trigonometría y números naturales, se quedaban con la boca abierta primero y luego se reían de mí. Decían que eso era una tontería y puede que tuviesen razón, ni la trigo ni los números naturales me han servido para nada.
En la televisión, también en blanco y negro, repetían que a la España del Caudillo, la de los tres vivas y los nuevos pantanos, había llegado el progreso.
LA NIÑA QUE SE QUEDÓ A MEDIAS
Ya he dicho antes que a mi pueblo el color llegó poco a poco. Eso no significa que no tuviésemos colores, claro que los teníamos pero eran lisos no mezclados como ahora, si te ibas a la playa, sólo veíamos dos: el verde de la mar y la tierra que iba cambiando, a veces marrón, otras blanquecina, eso es lo que teníamos y nos bastaba.
Si alguien preguntaba qué color tiene hoy el agua, era sencillo responder, verde fuerte, verde flojito, verde brillante o verde botella y el otro se quedaba encantado.
La pobreza siempre ha sido muy mala, recuerdo a una chiquilla que sus padres eran también muy pobres que le ocurrió una cosa terrible. Estábamos todos buscando colores mientras ella por ser pobre lavaba. Sí, lavaba, su madre era una mujer joven, pelo recogido en un moño y un vestido gris, siempre arqueada en el bajo de una casa vieja de la calle Federico Rubio, allí la madre y luego, la madre y la hija, lavaban ropa. Las lavaban con un jabón verde al que le habían estampado un lagarto, no paraban de lavar. Con un panorama de este calado, ni la madre ni la hija buscaban colores, la pobres se afanaban el día entero en separar, lavar, tender, planchar y recoger aquellos grandes e interminables baldes de ropa sucia.
La niña que se quedó a medias no tuvo tiempo de buscar colores como nosotros, se quedo allí, en aquella asesoria lavando y tendiendo, planchando y sudando la gota gorda como se decía antes, pero el progreso de Franco seguía, bueno, ahora podemos decirlo así, antes decíamos el progreso del Régimen. Sabíamos que había un Régimen porque en los partes, que era como llamábamos a los informativos, sonaba el himno de España y algunos cantaban: Arriba España alzad...
Pero la niña se perdió el progreso de España y como no tuvo tiempo de buscar colores sufrió mucho. El pintor que se encargaba por la noche de encalar las casas con colores terminó su trabajo, ya todos de una manera u otra teníamos los nuestros, yo elegí azul, verde, gris y rojo, además de un poco de blanco para el verano. Una pena. Recuerdo que un día que le llamaban Día de la Raza donde barcos de guerra con marineros armados atracaban en nuestro río, todos estábamos vestido en technicolor y ella, pobrecita, sólo tenía en technicolor las piernas, el resto del cuerpo se quedó en blanco y negro.
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