Alicia González García de Fontiveros miraba al gran ventanal blindado de su despacho, golpeando con el capuchón de su pluma Waterman su escritorio amplísimo aunque algo anticuado. No hacía ni una semana que la había nombrado su partido Subdelegada del Gobierno en Cádiz y estaba preocupada. No era gaditana y creía que se notaba en exceso su acento alicantino, jamás había visitado antes la ciudad. Así se lo comentó a María Fernanda Rubí, que ocupaba la cartera de Interior y ésta le dijo: -Tranquila Ali, si al fin y al cabo no tienes que hacer nada, los funcionarios saben perfectamente las medidas a tomar, limítate a mantener una educada distancia con ellos y en lo que consideres importante, ordenas que vuelvan a redactar lo que sea, así no pensarán que dominan el cotarro.
La Subdelegada estaba indecisa, dudaba si llamar a Juanito del Potro a la Plaza de España en Sevilla o tomar ella misma la decisión. El secretario técnico de la Subdelegación le había dicho que aquello nunca había ocurrido antes. Sabía que los medios de comunicación locales, estaban insistiendo para saber qué acción tomaría ante los inusuales hechos que estaban ocurriendo desde hacía una semana: los jóvenes, chavalas y muchachos, cuando pasaban por las puertas de su edificio se desvestían de cintura para arriba, sin pronunciar ni una palabra, llegando incluso las chicas a quitarse sus sujetadores para después, arrojar un libro antes las puertas.
Una cosa así había saltado a la opinión pública primero por la radio y más tarde por la prensa y emisoras de televisión locales y autonómica. Como resultado de estos hechos, por muchos libros que recogían los guardias civiles que montan guardia en el piso bajo, más jóvenes aparecían y más libros le arrojaban. Por millares se amontonaban los volúmenes en el hall de entrada y ya, los funcionarios los apilaban también por las escaleras. Había consultado qué normas se incumplían con actitudes parecidas pero lo único que le asesoraban, es que podría entenderse que bordeaba la normativa de limpieza del ayuntamiento y quizás se podría ver lo del exhibicionismo, pero esto último no estaba muy claro.
González García de Fontiveros llevaba muy bien sus 47 años y aunque estaba casada, hacía años que no convivía con su marido, el divorcio era algo que no gustaba a ninguno de los dos por sus creencias religiosas.
En mala hora, pensaba, había aceptado ostentar el cargo de la Subdelegación del Gobierno en Cádiz hacía 6 días y cada vez creía más firmemente, que esa protesta no iba contra ella ni contra el estado sino contra su partido, por eso miraba al gran ventanal, así que golpeaba el capuchón de nácar de su Waterman, comprobando muy molesta que nadie la llamaba de Sevilla ni de Madrid, la habían dejado sola mientras el levante con inusitada violencia hacía golpear las ramas de gran ficus contra los cristales blindados de su despacho.
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