La memoria es selectiva y contra todo pronóstico, recordamos no como ocurrieron las cosas sino de manera que las sentimos y nos afectaron, así los acontecimientos supuestamente trascendentales, se nos muestran por las anécdotas o por aspectos que a otros resultan intrascendentes.
Recién cumplidos los 26 años, me veo subido a un tren dirección Barcelona, sentado en uno de los asientos de eskay situado a la derecha de uno de sus vagones, cuando vuelvo la cabeza y miro por la ventana, discurren frente a mis ojos un mar de olivos interminable, sonreía y el paisaje me evocaba los versos de Machado: Campo, campo, campo. Y entre los olivos, los cortijos blancos. Sonreía, comprobando que el poeta había realizado la mejor fotografía que de Jaén pueda hacerse. Es posible que la intentara el gran Kappa, pero como la del poeta sevillano ninguna. Sonreía y no tenía motivos, en el asiento del otro lado del pasillo, dos amados ancianos me miraban con la expresión de mayor preocupación que nunca les viera.
Recuerdo la única y brevísima pelea que ocurrió en nuestro kiosko cuando era un niño. Llegaron dos personas –mi madre, desde el ventanuco de la cocina, tras mirarlos me mostró su desagrado-, hacía mucho calor ese día y puede que fuese un domingo a media tarde. La mayoría de los clientes se estaban bañando. A pesar del calor sofocante pidieron copas de vino, se las serví, del más fresco que tenía. Parece que se nos esperaban beber algo tan bueno y agradable, creo que uno de ellos sonrió y comentó algo, pidieron otra ronda. Venían impecablemente vestidos y entraron por nuestra izquierda, ni por la carretera trasera ni tampoco por la orilla, llegaron atravesando aquel desierto de arena ardiente, calentado implacablemente por el sol durante semanas y eso sí era muy extraño. Esto último es una deducción actual porque no aparece en mi recuerdo. Cuando el fresco de los esterones y cañizos, sumado al muy suave y magnífico buquet del Pálido I de Bodegas Cuvillo, y quizás también, al relajado ambiente y limpieza de nuestro local se relajaron, uno de ellos me dijo que venían de la Fiscalía de Consumo de Sevilla. En casa se hablaba habitualmente de tal Fiscalía que nos obligaba a realizar tareas ridículas casi siempre y en alguna ocasión incluso estrafalarias, como tener agua corriente en la playa de La Puntilla, cuando en ésta no existía tal servicio ni tampoco electricidad, pero la picaresca supera la mayoría de los contratiempos y un conocido de mi padre -que era fontanero muy simpático-, le instaló un depósito de uralita en el techo de una de las casetas traseras de la cantina y, taladró un boquete en uno de los tableros, del depósito conectó un tubo de plástico –por entonces tales tubos se usaban muy poco- a un grifo de bronce que apareció por arte de birlibirloque en mi mostrador. Todos nos quedamos boquiabiertos, luego se fue hacia atrás llenó el depósito con varias garrafas de una arroba de agua y, del grifo salía agua corriente. El fontanero que no paraba de reírse, decía: -Pedro, ya tienes agua corriente. Mi padre no sabía si aplaudirle o enfadarse con él. Pero ambos se apreciaban mucho y el amigo convenció a mi padre. Pero volvamos a los dos de la Fiscalía de Sevilla, cuando ya se habían bebido varias copas, me pidieron que les mostrase la botella de las que estaban bebiendo y yo lo hice. Me preguntaron la marca y también se lo dije. Insistían en esto y lo otro, estaban sorprendidos porque cada vez que les servía les ponía copas limpias y retiraba las usadas para fregarlas concienzudamente con el agua de mi grifo de bronce. No daban crédito, teníamos agua corriente. Como por este detalle al parecer no podían multarnos, los inspectores –que además eran unos borrachines- buscaron otra infracción. Me preguntaron por los vinos que servía y yo que era un niño de unos 10 años, mis hermanos hacían la mili, uno en el Minador Marte (Marín o donde se halle), y el otro en el Instituto Hidrográfico de Cádiz, por cierto, ese fin de semana estaba de franco de ría con nosotros, aunque en ese momento no se encontraba en el kiosko o al menos yo no lo veía. Que si las etiquetas, que si las precintas, que si las facturas, que si os vamos a meter un puro… Fue entonces, ocurrió en ese preciso momento, del paramento de cañizos situado a la izquierda de la cantina, donde teníamos las casetas número 1 y 2 asomó mi hermano mayor Manolo como una sombra, exactamente como en las películas de género negro y sin mediar palabra, le propinó rápidos golpes en la cara hasta abatirlos al suelo. Me quedé paralizado, no podía creerme lo visto. Aquellos hombres impecablemente vestidos, de mediana edad sangrando por las narices, balbuceando e incapaces de poder levantarse y mi hermano, en bañador de pie mirándolos muy fijamente. Uno de ellos creo que dijo que aquello no iba a terminar así, suficiente para que mi hermano nuevamente lo levantara por la camisa y le propinase otro puñetazo para añadir, -Procure usted que esto se quede aquí y no tenga que seguir, no los quiero ver por aquí más molestando a mi hermano chico y a mi madre, ya se pueden ir ustedes al carajo. En ese momento, mi madre salió de la cocina con paños húmedos y les lavó la cara para pararle la sangre que de alguna ceja o labio podía verse. Mi madre, que era lista como una duquesa, les dijo: -Mejor váyanse cuanto antes porque a este hijo mío no puedo controlarlo y no se olviden, que el daño se lo han hecho cuando se han caído borrachos. Ellos entendieron y como pudieron se fueron marchando. Yo permanecía dentro del mostrador como si estuviese en el patio de butacas del Teatro Principal de mi pueblo, pero ahí no acabó la cosa. Mi hermano los llamó y les dijo si no se olvidaban de algo mirándolos muy seriamente, así que uno de ellos se me acercó al mostrador y preguntó cuánto se debía, se lo dije y pagó. Mi hermano volvió a insistir: -Deje propina que los niños no cobran.
Lo dicho, la memoria es selectiva
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