Acompañaba a mi madre en el autobús inglés de dos pisos que realizaba el servicio Puerto de Santa María hasta Jerez de la Frontera, por la carretera de El Portal, trayecto que duraba una hora o algo más, porque entraba en la pedanía de Castillo de Doña Blanca, por entonces yo era un niño que iba de la mano de mi madre en la que confiaba ciegamente, la miraba y veía a la muer más guapa del mundo, me asía de su mano y nada malo podía ocurrirme, ella siempre tenía una respuesta para mis preguntas, sonrisas y besos que tanto agradecía. Mi madre creíamos que se llamaba Dolores Romero Zarazaga, Lola la de los mellizos o de la playa de La Puntilla. Vestía de tonos oscuros cuando salía a la calle y tenía portes de duquesa, la duquesa sanluqueña de La Algaida que siempre fue. Con los años supimos que nunca se llamó Dolores sino Rosario, exactamente el mismo nombre que su hermana, ambas se llamaban Rosario, por proceder de esa ciudad argentina.
Nunca olvidaba en su bolso un breviario negro, con el que rezaba en los lugares más insospechados y sus ojos, profundamente negros también, sabían distinguir rápida y perfectamente a una persona decente de un sinvergüenza. Si me apretaba la mano, para eso había establecido todo un código de presiones, sabía la postura en que debía ponerme: relajado, recto, demostrar interés, desinterés o estar atento porque algo iba irremediablemente a suceder. Ella sabía que tenía don de palabras y en un tris, establecía una conversación donde fuese, sus formas y educación exquisitas la hacía sobresalir en cualquier situación:
-Mi marido, mi cinco hijos y yo, eso es lo único importante. -Decía. Mañana Dios dará. Y con respeto abría su bolso y sacaba su breviario, siempre encontraba el pasaje adecuado del que leía imperceptiblemente.
-¡Mamá, mamá ya hemos llegado a la plaza del Arenal de Jerez! Qué bonito es Jerez mamá, qué ciudad tan bonita.
-Muy bien, así se llama, del Arenal y no del Caballo como la gente vulgar la llama, ese militar que está ahí es don Miguel Primo de Rivera, que era jerezano, descendiente de toda una saga de militares de derechas que llegan incluso a las Guerras Carlistas de Zumalacárregui.
-En El Puerto no tenemos esto mamá. -Le decía.
-Ni esto ni nada, como bien dice Juanito Lara, nuestro amigo el pintor, si necesitas algo en El Puerto, por ejemplo una bombilla de más de 15 bujías, tienes que venir a Jerez, por eso estamos hoy aquí.
-¿Vamos a comprar hilos a Hilolana?
-Sí, pero antes debemos pasar por la calle Francos para un asunto y hacia allí, caminando a través de la calle Consistorio y plaza de Aladro. Jerez siempre ha tenido esa atmósfera de ciudad aristocrática que Cádiz nunca llegó a tener. Cádiz es de otra manera, me decía mi madre que todo lo sabía.
Y caminando llegábamos a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, ella me indicaba que me sentase en uno de los bancos frailunos y se acercaba a una ventanilla rotulada como Empeños, sacaba con sumo cuidado una bolsa roja de tafetán y depositaba algunas joyas. El empleado las examinaba y decía.
-¿Las piensa empeñar o vender?
-Empeñar, nunca las venderé.
-¿Cuándo las recuperará?
-Al terminar el verano como siempre.
-Pues sólo le puedo dar tanto.
Lo miraba de arriba hasta abajo cual si sus ojos fueses los rayos equis de una máquina de hospital y la Caja de Ahorros entera se sumía en un sepulcral silencio. Firmaba el recibí y se volvía caminando lentamente como la duquesa que era.
-Jesumari dame la mano que nos vamos.
Por entonces existía una clara diferencia entre cajas y bancos, los segundos sólo los utilizaban los comerciantes y raramente aparecía nadie que no fuese industrial, empresario o inversor. Los bancos eran las catedrales del dinero, mientras que las cajas podría decirse que se limitaban a ser las casapuertas.
Después, caminando también, esperábamos a que abriese Hilolana y mi madre sacaba su larga relación de pedidos para las confecciones de lana e hilo que realizaban en casa con su gran máquina de tricotar de Industrias González, con la que vestía para el invierno a media ciudad de El Puerto. Luego el taxi, le gustaban los Citröen 11 o 15 ligeros, hasta la plaza del Arenal o directamente hasta casa porque era mucho el género que había comprado. Y es que lo niños parecen no enterarse de las cosas cuando van torcidas, se hacen el tonto y prefieren apretarle la mano a la madre, porque estando con ella nada malo podrá nunca ocurrirles.
-¡Mamá, mamá ya hemos llegado a la plaza del Arenal de Jerez! Qué bonito es Jerez mamá, qué ciudad tan bonita.
-Muy bien, así se llama, del Arenal y no del Caballo como la gente vulgar la llama, ese militar que está ahí es don Miguel Primo de Rivera, que era jerezano, descendiente de toda una saga de militares de derechas que llegan incluso a las Guerras Carlistas de Zumalacárregui.
-En El Puerto no tenemos esto mamá. -Le decía.
-Ni esto ni nada, como bien dice Juanito Lara, nuestro amigo el pintor, si necesitas algo en El Puerto, por ejemplo una bombilla de más de 15 bujías, tienes que venir a Jerez, por eso estamos hoy aquí.
-¿Vamos a comprar hilos a Hilolana?
-Sí, pero antes debemos pasar por la calle Francos para un asunto y hacia allí, caminando a través de la calle Consistorio y plaza de Aladro. Jerez siempre ha tenido esa atmósfera de ciudad aristocrática que Cádiz nunca llegó a tener. Cádiz es de otra manera, me decía mi madre que todo lo sabía.
Y caminando llegábamos a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, ella me indicaba que me sentase en uno de los bancos frailunos y se acercaba a una ventanilla rotulada como Empeños, sacaba con sumo cuidado una bolsa roja de tafetán y depositaba algunas joyas. El empleado las examinaba y decía.
-¿Las piensa empeñar o vender?
-Empeñar, nunca las venderé.
-¿Cuándo las recuperará?
-Al terminar el verano como siempre.
-Pues sólo le puedo dar tanto.
Lo miraba de arriba hasta abajo cual si sus ojos fueses los rayos equis de una máquina de hospital y la Caja de Ahorros entera se sumía en un sepulcral silencio. Firmaba el recibí y se volvía caminando lentamente como la duquesa que era.
-Jesumari dame la mano que nos vamos.
Por entonces existía una clara diferencia entre cajas y bancos, los segundos sólo los utilizaban los comerciantes y raramente aparecía nadie que no fuese industrial, empresario o inversor. Los bancos eran las catedrales del dinero, mientras que las cajas podría decirse que se limitaban a ser las casapuertas.
Después, caminando también, esperábamos a que abriese Hilolana y mi madre sacaba su larga relación de pedidos para las confecciones de lana e hilo que realizaban en casa con su gran máquina de tricotar de Industrias González, con la que vestía para el invierno a media ciudad de El Puerto. Luego el taxi, le gustaban los Citröen 11 o 15 ligeros, hasta la plaza del Arenal o directamente hasta casa porque era mucho el género que había comprado. Y es que lo niños parecen no enterarse de las cosas cuando van torcidas, se hacen el tonto y prefieren apretarle la mano a la madre, porque estando con ella nada malo podrá nunca ocurrirles.
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