miércoles, 18 de noviembre de 2020

¡INGRESO URGENTE!


No acierto a recordar si por entonces el dictador Franco acababa de fallecer o quizás fuese algunos meses después, puede que un año, lo cierto es que ya nos habíamos desembarazado de aquel episodio esperpéntico y pavoroso que al menos incipientemente ya nos permitía -por primera vez- respirar, a quienes nos oponíamos a vivir mirándonos al espejo de un individuo de tan grosera facha moral. Pero no estoy para hablar de ese tipejo ni el sistema tétrico que se creó en derredor suyo, sino de los hospitales de su tiempo. Como era joven y me quería comer al mundo no se me ocurrió otra cosa que establecer tres líneas transcendentales en mi vida: afiliarme a la CNT; dedicarme a escribir poesía y casarme con mi primera novia. Que nadie piense, por favor, que las cosas las hacía a tontas y a locas, me afilié a la Confederación Nacional del Trabajo contra la opinión de mi familia, porque eran ellos los equivocados, abotagardas sus cabezas de tanto franquismo, pero yo, la duda ofende, estaba en plena posesión de la verdad absoluta; en cuanto a dedicarme a ser poeta, se debía a la convicción certera que la palabra modifica al mundo y, casarme con mi primera novia, debido a que estaba seguro que era un elegido de los dioses para alcanzar gran influencia en el pensamiento de la humanidad y, si ello era así, no tenía necesidad de conocer a otras mujeres porque ya la vida me la había interpuesto para que la conociese a ella, el azar en absoluto me iba a castigar porque el amor es infinito y contra él no hay fuerza humana o divina que pueda vencerle y lo hice sin encomendarme ni escuchar a nadie, así me fue.
Andaba yo con mis 23 años con la furgo 4L que había trabajado para el transporte de pescado en Barbate, viajando de asamblea en asamblea, entregando el 15% de mi sueldo a la organización y pagándome los gastos; componiendo poemas y asistiendo a cuantas conferencias, teatro, lectura, tertulia, exposiciones y todo lo que oliera a cultura en el convencimiento que estaba transformando el mundo a pasos agigantados, casado con quien estaba seguro y de haberlo negado alguien me habría batido con él en duelo a muerte lo mismo con una catana que un mondadientes o un donut.
Cuando enfermé de repente, me puse tan delicado que tuvieron que ingresarme en la Clínica Quirúrgica del Dr. Frontela en El Puerto de Santa María, en la tercera planta, ala de Urología, no he pasado más miedo jamás, me sentía morir, no orinaba, todo lo que no evacuaba por abajo lo soltaba en lágrimas y desconsuelo. No orinaba, pasaban las horas y sentía el vientre inflamado, las piernas me temblaban, sudaba por pies y manos, cambiaban las sábanas empapadas, me quitaba las gafas porque se empañaban del llanto, el dolor y la preocupación, pero no orinaba, no había manera. Decidieron sondarme quitándole importancia a mi dolencia y la sonda no entraba, no había forma humana, ni las gruesas ni las finas, ni las rectas ni las acodadas, ni las flexibles, ni las baratas ni las caras, no había técnica alguna para sondarme, en la sala de Urología los sanitarios se preguntaban qué podría estar pasándome y mientras tanto, en la habitación, que no he contado habían ubicado 4 camas para un espacio de sólo dos, sin hueco entre ellas, compartíamos mesa de noche para cada dos enfermos, permanecía arrinconado contra el armario, prácticamente empotrado en él, cuando el resto de enfermos que cada uno tenía un acompañante, es decir 8 personas por habitación, subían sobre mi cama, desplazaban la puerta y sacaban su neceser, pijamas, toallas, era raro que cada cinco o diez minutos no hubiese alguien trepando sobre mis pies y buscando algo en el armario, si estaba adormilado me despertaban y si se subían mal me pisaban las piernas o los pies. La televisión permanecía encendida a todas horas, su presencia era inmutable.
Seguía sin orinar y no daba crédito a lo que me estaba pasando, porque para colmo me había casado con una empleada del hospital donde estaba ingresado y gracias a ella todos me conocían, aunque yo no conociese a nadie. Supongo que en algún momento conseguí orinar por un método que el cuerpo humano evacúa ante emergencias y que llaman rebosamiento, imagino que la cama se llenaría de orina sanguinolenta, pero si soy sincero no lo recuerdo ya que me el dolor me haría desfallecer y perder la conciencia. La recuperé una tarde, dicen que un par de días después, entre las 5 y las 6, al abrir alguien una hoja de la ventana orientada al este para airear la habitación que estaba a rebosar, familiares preocupándose por sus enfermos y en esa somnolencia, con tanta gente hablando que no conocía, a mis pies descubrí a mi padre aguantándose con esa fuerza sobrehumana que tenía, al tubo de mi cama mirándome desde su gran altura y con las lágrimas saltadas de sus preciosos ojos azules, también estaban mis hermanos y hermanas y tíos. Me preguntaron cómo estaba y claro, si les decía que me quería morir como era en verdad lo que sentía en aquellos momentos, sólo conseguiría entristecerlos y amargarles la vida más de lo que ya estaban, así que dije que estaba mejorando, luego me enteré que a eso se le llama una mentira piadosa.
De vez en cuando mi esposa, una niña de 18 años vestida de uniforme con una cofia, se escapaba de su servicio, entraba en aquella funesta habitación y me cogía la mano sin pronunciar palabra, y de la misma manera inclinaba la cabeza y desaparecía corriendo. Aquello no podía estar ocurriéndome, probablemente se trataba de una más de mis muchas pesadillas, seguro que estaría aleccionada por el equipo médico para no darme falsas expectativas, hasta que supe después que alguien –una eminencia de la Urología supongo- le había dicho que me moriría irremisiblemente. No acertó el médico completamente, pero al menos me abrió los ojos para darme cuenta que me había equivocado de esposa, los dioses del Olimpo me habían engañado y mi perfectamente diseñado plan vital se había ido al carajo.
Así fue y así lo he narrado mi primer ingreso en un hospital, se sucederían otros (10-12) también en la misma clínica, siguió el Hospital Fernando Zamacola de Cádiz (4-5) antes de su voladura controlada que disfruté como nadie puede imaginarse; el de San Rafael (4) ; la Clínica del Remei en el barrio de Gracia de Barcelona (10-12) que me dejó tieso de dinero, tanto que tuve que pedir préstamos y mis padres se gastaron todos sus ahorros y mi madre se vio obligada a empeñar sus joyas; el Hospital Universitario de Puerto Real (3); el Hospital Universitario de Cádiz (1) o el Hospital de Santa María de El Puerto (3) el último de ellos hace unos 9 meses. En los hospitales me ha pasado de todo, vivencias para escribir un relato como el que estáis leyendo, un corto cinematográfico, una película ya sea una comedia, tragedia, de arte y ensayo o de de horror para presentarla al Festival de Sitges, así que me quedo con este razonamiento: lo importante de los hospitales es que si entras, algo que no podemos controlar, conjurarse caiga quien caiga para procurar salir, hasta ahora lo estoy consiguiendo.


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