Peggy S. Stewart todavía recordaba al chico pelirrojo que tras comprarle una lata de Dr. Pepper y palomitas, la acomodó en los asientos traseros del Ford Pinto de su madre durante una sesión en el cine de coches. Se llamaba Joe. Desde entonces, cada vez que ve un Ford sonríe maliciosamente y además, ese mismo chaval, es culpable de haber tenido que abandonar el instituto de Sausalito.
Meses después tuvo a su hija Deirdre. A Peggy nunca le interesaron los vinos pero de algo tenía que vivir, así que un buen día se puso su blusa escotada y la falda planchada más corta que tenía su hermana y se presentó en la oficina de Robert McDowell Parker, Jr. Le pareció ridículo que este tipo ganase tanto dinero viajando por el mundo y luego valorando sus catas.
En este momento volvían Mr. Parker y ella de un pueblo de Orense, llamado Valdeorras, en el taxi inglés de un tipo muy peculiar apodado Mr. Ripley El Patrón que le miraba las piernas por el espejo retrovisor, mientras ajeno, su jefe dormitaba camino de Madrid. Recordó nuevamente al chico pelirrojo y abrió suavemente las piernas.
Meses después tuvo a su hija Deirdre. A Peggy nunca le interesaron los vinos pero de algo tenía que vivir, así que un buen día se puso su blusa escotada y la falda planchada más corta que tenía su hermana y se presentó en la oficina de Robert McDowell Parker, Jr. Le pareció ridículo que este tipo ganase tanto dinero viajando por el mundo y luego valorando sus catas.
En este momento volvían Mr. Parker y ella de un pueblo de Orense, llamado Valdeorras, en el taxi inglés de un tipo muy peculiar apodado Mr. Ripley El Patrón que le miraba las piernas por el espejo retrovisor, mientras ajeno, su jefe dormitaba camino de Madrid. Recordó nuevamente al chico pelirrojo y abrió suavemente las piernas.
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