martes, 7 de febrero de 2017
LA MONJA
Estaba la monja pensando en lo que podría hacer si llegaba dinero al convento y soñaba despierta con las mejoras que introduciría en el beaterío. Era martes y faltaba poco para que diesen las 8 de la mañana, ya llevaba bastante tiempo despierta, desde que rezara maitines. Caminaba con sus brazos cruzados dentro de sus amplias mangas sobre su cinturón de esparto, descalza, como mandaba su Orden religiosa, sonriente y esbelta a pesar de estar próxima ya a la cincuentena. El patio porticado y el atrio, bellísimo presentaba evidentes daños en el artesonado, preocupantes boquetes en ciertos alojamientos de las viejas vigas colocadas por supuesto al mejor estilos de tabla sobre traviesa.
Soñaba la monja y aunque llevaba abierto su devocionario no rezaba, elaboraba sueños y se imaginaba al arquitecto doblado sobre su mesa llena de planos colocada junto a la fuente que ya no manaba agua, oscurecida por el verde del musgo de la humedad y alrededor de él, andamios con obreros trabajando para reparar el techo de aquel bellísimo patio porticado donde entró hacía ya para 30 años tras terminar Ingeniería Técnica Industrial y comprobar que su novio ya no la quería. El tiempo, ese que todo lo cura, se decía a sí misma la monja y también, musitaba -No te guardo rencor Alberto, me has hecho feliz tomando la decisión de encerrarme aquí-. Nunca le había contado esto a su confesor, jamás lo hizo y nunca lo haría. Sí, era contra las reglas pero no le daría el gusto a ningún hombre aunque fuese un sacerdote de lo que sufre una mujer enamorada cuando se la abandona.
Los rayos del sol de febrero iluminaban a la monja mientras daba vueltas por el patio, descalza, erguida mirando cada una de la columnas, las lozas del suelo, las ventanas y los artesonados y también, alguna que otra nube en el cielo.
Un gorrión bebía en un charco.
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