Corría el año 1971 de la Cruzada Franquista en Jerez de la Frontera. Estaba trabajando en una pequeña bodega jerezana de la calle Lechugas, barrio de Santiago llamada Tabajete.
Todos los días, entre las 2 y las 4 de la tarde, me veía obligado a vagabundear por Jerez hasta que se abriese nuevamente mi puesto de trabajo para la jornada de la tarde. Sabedor de ello, un compañero que tenía una Vespa (y nunca me prestó el muy canalla), me soltó un montón de letras (efectos al cobro aceptados e impagados), por si podía cobrar alguno de ellos y llevarme el 10%. En mi desesperación acepté.
Deambulé por calles y plazas, barriadas y descampados: nadie me pagaba. Los efectos eran -ya se puede decir porque la empresa no existe- de Unión Radio y Foto-Vox de la calle Francos. Pasaban los días y cambié de filosofía, las letras me servían para ir conociendo la bellísima ciudad, hasta que tuve la mala suerte de verme llamando a la puerta de un piso en la barriada de la Alegría en La Alcubilla. Me recibió una viuda, íntegramente vestida de negro, no mayor de 40 años y varios hijos pequeños sentados sobre una desvencijada mesa de comedor arrinconada contra una esquina y en otro lugar de la minúscula pieza, una cama también contra otra de las esquinas, sobre la mesa estaba el televisor en blanco y negro y los niños ajenos a la tragedia miraban sentados sobre ella el Telediario.
Bajo el ventanuco, una cocina de butano de dos fuegos colocada sobre el suelo sobre un cartón abierto de 12 botellas de Fino La Ina y algo que olía a puchero hirviendo sobre ella. Ante tal espéctaculo de pobreza extrema y vergonzante me quedé sin argumentos. La mujer, amable en su profunda tristeza me preguntó por el motivo de mi visita, por mi parte me vi incapaz de hilar un discurso lógico aunque pretendía en mi inocencia, que aquella mujer pagase las 23 letras firmadas por su esposo pendientes del televisor adquirido, sólo había pagado una. Ella misma admitió que le constaba no haber podido abonar los cargos mensuales pero que comprobase las circunstancias en las que se veía tras la muerte de su esposo, trabajador en un cortijo de González Byass hacía algo más de un año, dejándola viuda y varios niños pequeños sin pensión alguna porque el señorito no había dado de alta a su esposo que llevaba bastantes años trabajando en el cortijo del prócer. No tenían ingreso alguno, se lo habían llevado todo de aquel minúsculo partidito y que no podía ya quitarle a sus hijos el televisor.
Quedé petrificado. Iba vestido de un impecable y perfecto traje de alpaca verde, confeccionado a medida por el célebre sastre de Moresco y Salvatierra muy amigo de mi familia. Miré al suelo, recorrí la única habitación, el ventanuco abierto para que el humo del puchero escapara por él, a los niños sentados sobre la vieja mesa de comedor arañada pseudoimperio con patas redondeadas, la cama de matrimonio y sobre ella dulcemente doblada la ropa de los niños y aquella mujer vestida íntegramente de negro mirándome y tratando de esbozar una sonrisa. Un relámpago de indignación me recorrió todo el cuerpo, allí estaba yo con 18 años, con unos zapatos donde te podías mirar de lo brillantes que estaban, mi madre de noche se encargaba de ellos, mi traje precioso, la camisa inmaculada, las letras de cambio impagadas y mi pluma estilográfica Parker. Tuvo que ser ella la que me dijera si me pasaba algo, tuvo que ser ella la que apartara la ropa de sus hijos de la cama, tuvo que ser ella quien me diese un vaso de agua porque no podía articular palabras ante tanta tragedia e injusticia. Posiblemente fuese el momento en que desperté a la solidaridad para con los pobres.
Cuando me repuse, en una pulsión innata y abandonando toda razón, saqué del bolsillo interior izquierdo -el situado en mi pecho-, los 23 efectos bancarios cosidos por una grapa y mientras miraba a los niños iba rompiendo uno a uno tales efectos y tirándolos al suelo de la habitación. La mujer me miraba atónita, los niños miraban la televisión donde policías grises conducían a sindicalistas en lecheras SEAT 1500 y furgonetas DKV a la Dirección General de Seguridad en Madrid, mientras tanto el puchero seguía hirviendo. Besé a aquella pobre mujer y le dije que no se preocupase más por el maldito televisor de Anión Radio y Foto-Vox. Entonces advertí que en la habitación había otra cosa, un almanaque de Explosivos Riotinto donde una escopeta superpuesta estaba dejada caer sobre una silla y de ésta dos perdices abatidas, las mismas que en aquel particular momento volvieron a la vida y escaparon por el ventanuco.
Cuando salí a la calle no volví a la bodega, me senté en el poyete de uno de los escaparates de la tienda que había vendido el electrodoméstico y esperé la apertura de la misma. En cuanto abrieron, pregunté por el propietario y le devolví todas las letras, no sin antes explicarle que no buscase las del televisor de la barriada de la Alegría porque yo las había roto una por una y que no molestase más a la pobre mujer.
Cuando salí a la calle no volví a la bodega, me senté en el poyete de uno de los escaparates de la tienda que había vendido el electrodoméstico y esperé la apertura de la misma. En cuanto abrieron, pregunté por el propietario y le devolví todas las letras, no sin antes explicarle que no buscase las del televisor de la barriada de la Alegría porque yo las había roto una por una y que no molestase más a la pobre mujer.
No siempre, pero en ciertas ocasiones en la barriada de la Alegría sale el sol.
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