sábado, 14 de octubre de 2017

CRÓNICA DE LA BASE POR LA ALTURA

RELATOS DE LA BASE POR LA ALTURA
Los sábados eran terribles sobre todo si hacía calor, al cansancio de trabajar 40 horas a la semana, se sumaban las otras 8 horas más de los temibles sábados.
Tengo la absoluta convicción que nuestra oficina posiblemente fuese la localización que Billy Wilder eligiese para rodar El Apartamento. 
Cuando se entraba en el edificio 55 y se miraba hacia la derecha la vista era lastimosa: 6 hileras interminables de mesas metálicas grises, dos de ellas a derecha del pasillo y cercanas a los ventanales y las otras, situada a la izquierda en la semipenunmbra, todas ellas con los cables conectados al techo y flanqueadas a izquierda y derecha de las mismas por unos portapadocumentos también metálicos y de idéntico color de 4, 5 o más alturas. Siguiendo la regla de la organización los portapapeles llevaban pegados en el extremo superior derecho la palabra INCOMING y en el otro OUTGOING. En todos ellos, también a la derecha del escritorio se ocultaba por un sorprendente mecanismo, una máquina de escribir Underwood manual y sobre ella, bien a la derecha o a la izquierda máquinas de calcular manuales. Los suelos eran de linóleo y paredes grises. Todo era gris allí.
La primera vez que me asomé experimenté posiblemente la misma sensación que don Miguel de Cervantes cuando le colocaron los grilletes y sentaron sobre un banco de una galera turquesa. Nunca he sentido la desesperación de estar uncido a un remo pero sí he llorado por estarlo a una mesa de escritorio.
Cuando se está mal lo mejor es trabajar y no pensar, impedir a toda costa que la mente te juegue malas pasadas y te recuerde tu condición de lumpen. Eso hacía yo, no paraba de tomar pedidos del portadocumento que llevaba rotulado INCOMING, realizar las comprobaciones oportunas en aquellos libros que ocupaban un cuadrado en la zona central de la oficina. Por cierto, eran libros sin tapas, atados por tornillos y algunos tenía una anchura superior a los 5 metros de ancho. Yo no entendía nada. Por eso, lejos de pararme a fumar o charlar sobre fútbol como la mayoría de compañeras y compañeros, insistía de forma obsesiva en trasladar pedidos de entrada al casillero de salida. Tanto fue así que en cierta ocasión me llamaron de dirección para comunicarme que había ascendido con todos los honores hasta la zona cercana a las ventanas, la promoción incluía sustanciosa subida económica. Me quedé perplejo.
En el nuevo empleo -podía mirar a través de las espaciosas ventanas de cuchilla- cambiaron mis funciones, alguien extrajo la máquina de escribir del falso cajón situados a la derecha de mi escritorio, allí estaba mi nuevo remo para navegar el mar Mediterráneo, se trataba de un Royal HH Heavy Duty pro para escribir telex. Me convertí en más máquina escribiendo telex que mi propia máquina. Me volvieron a ascender y ofrecieron un contrato indefinido. Seguía sin entender nada. En el nuevo empleo debía redactar las órdenes para que el contratista entregase los efectos personales de los miembros militares y civiles llegados a las distintas bases españolas, portuguesas y marroquí de Kenitra para entregarlas en sus domicilios, también el proceso contrario. Sumaron a mis funciones controlar los préstamos de muebles, electrodomésticos y utensilios de cocina. Me apresté a ello, también me ascendieron.
En cierto momento, inesperadamente, me reconocí sentado junto a la ventana mirando a mis compañeros en la zona de los jefe, por cierto donde no se hacía nada, el trabajo lo ejecutaban los otros. Ocupaba ya un espacio de la dirección y no lo había pretendido nunca. Hacía calor aquella tarde, los ojos se me iban cerrando, era sábado y mis jefes norteamericanos tenían jornadas de lunes a viernes. A mi lado estaba sentado un hombre que me triplicaba la edad, decía que era sevillano pero por lo que decía posiblemente fuese de Estepa, había entrado a trabajar para los estadounidenses en Morón y su apellido era Castrillo de Aronós Pérez. Se ufanaba de pertenecer a la nobleza. El calor era sofocante, quedaban varias horas para tomar los autobuses y recordé su afición por los títulos nobiliarios. Se me ocurrió gastarle una broma, tomé el Diario de Cádiz que publicaba ese día alguno y le dije: -Fadrique ¿se trata este escudo del tuyo? Se ofendió. Levántose airado se dirigió a todos nosotros con voz solemne. -No me gusta dármelas de nada (eso no era verdad) pero soy Fadrique Castillo de Aronós y Martínez. Abrió un cajón, sacó una caja de madera de polvorones de Estepa, le gustaban muchísimo los mantecados, nos las mostró a todos y dijo señalando un escudo raído en su tapa : -No descienden de Castilla los Castrillo de Aronós, son los Reyes de Castilla los que descienden de nos.
Debido al sofocante calor del verano, algunos sábados en nuestra oficina, los reyes se trocaban momentáneamente en vasallos y las viejas cajas de polvorones impartían lecciones de historia.

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