Cuando era niño pensaba que mi casa era la mejor, que mi calle la más larga, que mi pueblo era el centro del mundo: era feliz. Con los años comprendí que no era así, ni mi casa, ni mi calle, ni mi pueblo destacaban de otros mucho mejores y ya todo lo comparaba, cuando visitaba Jerez de la Frontera me daba cuenta que su urbanismo era envidiable y luego Sevilla, Barcelona, Lisboa, París, Bruselas, Berlín, Budapest y otras ciudades europeas. Luego decidí hacer el viaje al revés y visité África: Tánger, Tetuán, Al-Hoceima, Nador, Uxda, Fez, Mequinez, Rabat, Casablanca, Marrakech, algunas ciudades de Mauritania y el Oranesado argelino también Guinea Ecuatorial.
Comprendía que todas esas ciudades tenían su propia idiosincracia, su manera particular de mostrar sus latidos y en ellas los niños siguen pensando que viven en el centro del mundo, que nada puede superar lo que conocen porque los pequeños se asoman a la vida con afán de descubridores, de patriotas y el tiempo se va encargando de agriar sus conocimientos. Todavía hoy cuando pruebo una comida la comparo con la que me preparaba mi madre y si viajo me apena que mis padres no pudiesen hacerlo.
Cuando visitaba Roma no podía quitarme de la cabeza que conocerla era el sueño de mi padre, para él significaba la máxima representación de una ciudad en el mundo, subido a sus desvencijados autobuses, acalorado y empujado por otros viajeros comprobaba que los conductores no cerraban las puertas para que pudiésemos respirar.
No cabe duda, la infancia es la única patria de poeta.
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