viernes, 31 de julio de 2020

PISCINA Y SANDALIAS


Hay cosas que parecen fáciles pero nada más alejado de la realidad. Ayer tras disfrutar de un almuerzo con un número reducido de amigos en la casa de una pareja, que ella debe ser extranjera -quiero decir de otro país que no es el nuestro y lo aclaro porque cada vez nos estamos volviendo más tontos-, gente ungida por los dioses puesto que disfrutan de piscina larga, ancha, honda y limpia. Y no solo tienen porche y piscina sino que han instalado un extraño artefacto llamado toldo mecanizado que cubre dos zonas apartadas procurando una zona de sombra y frescor amplísima.
Tras el almuerzo, que se preparó gracias a la buena voluntad y mejor disposición de los presentes, recogidos los platos, la gente se fue acomodando porque la comida terminó tarde y en cierto momento me encontré solo en el porche con los dos bañadores y la toalla en la bolsa, de modo que me dirigí al cuarto de baño y tras tratar de quitarme las sandalias nuevas que me regalaron por mi cumple, me puse el bañador regalo también por el mismo evento. Diréis que quitarse las sandalias lo hace cualquiera pero os equivocáis y eso que no he abierto la boca desde el momento en que me las regalaron, las sandalias me están bien, no me molestan y son bonitas pero tienen demasiados velcros de ajustes, son complicadas de poner y quitar, tuve que retirar los superiores y a pesar de eso el pie no salía, de modo que retiré también los traseros y con dificultad conseguí sacarlos. Tras ponerme el bañador que hasta ahora no me he atrevido a confesar que lleva estampado hawaiano oscuro, algo que jamás hubiese elegido personalmente. Lo cierto es que un regalo es un regalo y a los regalos no se le ponen pegas. Tuve que ponerme nuevamente las sandalias con la misma dificultad que para quitármelas poco después porque el suelo estaba archirrecalentado, agarré la toalla de Decathon y me acerqué a la piscina con su aspecto imponente, ya se sabe que los extranjeros saben mucho de estas cosas. Volví a sentarme en el borde y procedí a quitarme otra vez las dichosas sandalias de los velcros envenenados, me duché -la ducha tiene agua caliente por sorprendente que os parezca- y entré a la piscina por una zona amplía donde el agua no llega al medio metro, que usan para jugar al dominó y al parchís mientras te refrescas. Está claro que los extranjeros saben más de piscinas que nosotros, a la vista está.
Cuando ya decidí lanzarme, me acerqué a la escalera interna y sumergida que conecta el espacio de baja profundidad con la alberca propiamente dicha, esto explicado así parece sencillo pero yo no lo niego, toda vez que cada paso que das te va entrando un frío por las piernas que te cagas, estuve a punto de salirme y alejarme pero me avergonzaba de mí mismo ¿cómo iba a desertar, qué pensarían de mi valor y patriotismo, dónde se quedaría la honrilla española, qué pensarían los legionarios de algo así? Seguí bajando, el nivel del agua casi alcanzaba mis partes nobles, el frío era de cojones y estaba mojado prácticamente, menos mal que al estar solo, me mantenía a salvo y quizás me llevase 10 minutos en esa delicada posición para decidir -imagino que como Sócrates- si debía entrar o salir. Fuera el calor era sofocante mientras que el agua permanecía insoportablemente fría. Como soy un aventurero finalmente me tiré, el agua resultó estar bastante más fría de lo que temía, pero España había vencido nuevamente.
Busqué un churro y me así a él como los náufragos se aferran a los salvavidas, desde allí intuía oír a mis amigos charlar dentro de la casa con el aire acondicionado a tope, los gorriones del falso pimentero piaban y los perros daban vueltas al perímetro de la piscina mirándome sorprendidos, y allí permanecí no se sabe cuánto tiempo hasta que aparecieron tres amigas y me dijeron: -¿pero estabas aquí, te echábamos de menos? Momento que yo aproveché para contestarles -es que cuando veo una piscina no puedo reprimirme y me lanzo, no me importa lo fría que pueda estar-. Se miraron, no pronunciaron ni una sola palabra y se lanzaron del tirón.
Está claro que me queda mucho por aprender de las mujeres.
Puede que pasada una hora o dos, resistí como un superhéroe hasta que todas desistieron, decidí salir del baño y nuevamente tuve que ponerme las dichosas sandalias de los velcros ¿quién habría diseñado una chapuza así? Toda la tarde poniéndome y quitándome las sandalias y maldiciendo.
El anfitrión comprobando que nadie de nosotros se iba de su casa, decidió informarnos que iba a pedir pizzas por teléfono, comprobé que ya era algo tarde, había llegado a la 1 y eran las 9 de la noche. Hora de irse. Volví a cambiarme de bañador y ponerme los shorts, otra vez las sandalias y ese momento me dejó perplejo comprobar que éstas llevan un broche y no hay que quitar los velcros.
Quienes nacemos torpes morimos torpes, menos mal que nadie se va a enterar.
oooo00oooo

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