-La psicoterapeuta enarcó las cejas, corrigió las postura de sus gafas y se repantigó en su cómodo asiento. Antes de pronunciar palabra me fijé en el feo dibujo de Arlequín pintado muy posiblemente por una loca, por otra enferma como yo. Miré a la psicóloga y su silencio me atravesaba de lado a lado. Busqué en mi bolsillo superior izquierdo y toqué la pluma Waterman que ella me había regalado con tanto cariño, una estilográfica preciosa y además garantizada de por vida. Su tacto me devolvió cierta seguridad. Volví a mirarla y comencé a contar aquella historia. Sí, solíamos los domingos pasear por las calles de mi pueblo religiosamente, siempre hacía lo mismo, tras ducharme y vestirme, poco antes de las doce de la mañana, salíamos de nuestra casa y torcíamos a la derecha por nuestra calle de San Bartolomé por la acera de los pares y en dirección hacia La Placilla, pero nunca llegábamos a ella porque al llegar a la confluencia con Palacios, justo en la esquina, entrábamos en una taberna oscura y maloliente con el suelo espolvoreado de serrín y gente que no me parecían recomendables, pero me entusiasmaba aquel largo y estrecho mostrador que no superaba el palmo, montado sobre tablas separadas y tras éste varias botas de vino rotuladas con nombres que conocía pero nunca bebí, allí estaban la manzanilla junto al fino, oloroso y amontillado, sobre ellas moscatel, Pedro Ximenez y Palo Cortado. En la penumbra se podía oler el fuerte olor a orín que emanaba de un rincón, también algunos hombres fumaban tabaco negro sin boquilla de olor penetrante, sentados sobre viejos bancos individuales, la claridad de la puerta era la única luz que iluminaba aquella poco recomendable taberna. Cuando consideraba oportuno con la cabeza me indicaba que nos marchábamos y seguíamos por la calle Palacios, torcíamos por Nevería y Luna, compraba el España de Tánger y el TBO o DDT, atravesábamos la Plaza de las Galeras y nos adentrábamos en el muelle del Vapor.
Nunca supe cómo lo hacían pero aparecían simultáneamente y comenzaba un agradable paseo dejando el río en la mano izquierda, tras el Bar Liba había una tienda que me entusiasmaba y que tenía rotulada en grandes letras en la pared Efectos Navales. Estaba cerrada porque era domingo, pero yo sabía que dentro había un mostrador largo de madera que algún día estuvo barnizada y cientos de cajas y mecanismos, por aquí y por allá, rollos de cabos de distintos calibres, cadenas, rezones y carteles con los nombres de motores marinos, recuerdo uno llamado Diter de Zafra en Extremadura. Siempre me pregunté cómo allí alguien se dedicaba a marinar motores, no sé si llegué a preguntarlo pero nunca me contestaron, se limitaban a mirarme y sonreírme. Seguíamos y pasábamos por la puerta de la Cofradía de Pescadores y más tarde entrábamos en taberna de La Gaviota cuyo olor a meados no era mejor que la que antes le indiqué, menos mal que allí el tabernero se apiadaba de mi y cortaba sobre un papel trozos de mojama. Y volvíamos a emprender el paseo hasta llegar a la rotonda de La Puntilla donde todos nos quedábamos en silencio y me miraban, entonces yo debía decir el viento imperante, me orientaba para al final asegurarme que si el viento venía de las torres de Puntales era Sur, si procedía del Castillo de la Pólvora estaba claro que Poniente y si era al contrario Levante. Asentían con la cabeza y nos volvíamos. Ellos se alegraban porque sus enseñanzas estaban dejando pozo en mi.
-¿Qué sentía usted cuando acertaba? -Preguntó el psiquiatra.
-Paz, Teresa, mucha paz.
-Prosiga.
-Volviamos y en un caserón cochambroso situado justo donde ahora se ubica la Casa del Mar pintado de verde y lleno de remiendos de madera entrábamos. El ambiente era variopinto y el tabernero repetía siempre el mismo chiste: "El bitter Kas tiene 33 sabores pero el último sabe a mierda." Todos se reían y pedían otra ronda, yo estaba sentado desentrañando el España de Tánger que me apasionaba, el TBO me lo guardaba para la tarde. Y sepa usted que me decía: algún día yo mismo seré quien escriba estos artículos en la prensa y lo que son las cosas Teresa, eso se cumplió y además me pagaban por ello. -Por hoy es suficiente. Continuaremos el próximo miércoles. Se levantó y me acompañó amablemente hasta la puerta. Poco antes yo había colocado sobre la mesa 5.500 pesetas.
El sol tibio del invierno permitía una amable lectura del periódico tangerino. ¡Tánger está en Marruecos me decían! Marruecos está en Oriente y allí hay moros que beben té con hierbabuena y no usan zapatos sino babuchas o chancletas, van vestidos con túnicas y la mayoría de ellos pasean incansablemente por la ciudad. Nunca había estado allí, pero lo sabía todo sobre aquel lugar que editaba un diario tan bueno, si lo comparaba con nuestros ABC de Sevilla, El Correo de Andalucía, Ayer de Jerez, El Caso, Diario de Cádiz o la Hoja del Lunes todos se quedaban pequeños. Pasaba las manos sobre el rotativo y rápidamente las quitaba y volvía para ver si la tinta se quedaba en las manos, raramente ocurría. Sabía... Me quedé callado mirando de nuevo el feo Arlequín de la pared y esta vez la bicicleta en el rincón, qué mal pintado estaba, se notaba perfectamente que estaba hecho por una loca, por una enferma como yo.
-Decía usted algo sobre un periódico. Dijo la psicólogo.
-Sí, tiene usted toda la razón. Salí de mi ensimismamiento. El periódico España de Tánger era un tabloide a 7 columnas impreso a dos colores: negro y rojo. Digo bien negro y rojo, porque la mayoría estaba en negro y sólo cuatro páginas llevaban los titulares en un rojo desvaído. Nosotros aquí sólo teníamos un periódico impreso a dos colores que se llamaba El Caso que hablaba de crímenes, un semanario de Madrid que compraba mi madre para estar al día de todo lo morboso que pasaba, niñas secuestradas, maridos que disparaban sus escopetas de caza sobre sus esposas, tramas oscuras de maleantes que atracaban joyerías en Barcelona y Valencia, que eran indefectiblemente capturadas por las fuerzas del orden. Todos sabíamos que la policía española era infalible, pero a pesar de todo eso ya había aprendido que ese semanario era sensacionalista, poco fiable y muy del gusto del régimen franquista. Franco era un hombre al que llamaba excelentísimo, generalísimo y salvador de España, se llamaba Francisco y había nacido en El Ferrol del Caudillo, quizás por eso le llamaban "el Caudillo". Hablaba de vez en cuando por la radio cuando se acercaba la Navidad de las conquistas sociales innegables de nuestro país, de los centenares de miles de turistas extranjeros que nos visitaban en las costas catalanas, valencianas y malagueñas, de la fábrica Seat de Barcelona y de los logros de los deportistas españoles. Era un hombre pequeño, de aspecto amable al que todos saludaban, bien alzando la mano derecha o cuadrándose ante él, y lo hacían porque era el general del generales...
-Hablaba usted de Franco, le recuerdo.
-Tiene usted razón, hablaba de Franco y lo hacía porque él se hizo grande e importante en Marruecos, donde llegó a ser Alto Comisario y publicaban sus fotos y aparecía en el NODO montando a caballo cubierto con una capa blanca. A pesar de todo no me caía bien, prefería al Capitán Trueno... ¿se sorprende, cree que deliro? Por supuesto distingo realidad y fantasía, Franco mandaba en España pero Víctor Mora gobernaba en nuestros corazones. ¿Que por qué hablo de Franco? Está claro, clarísimo. Quienes mandan en el Protectorado tarde o temprano mandan en España y más tarde aparecerían en todos los libros de la asignatura Formación del Espíritu Nacional, aunque todos la llamásemos F.E.N. junto a don Pelayo, los Reyes Católicos y El Cid Campeador. Seguiré hablando de Tánger porque creo que me he disgregado, me habían contados mis hermanos que allí las calles estaban llenas de tiendas con aparatos electrónicos: radios, afeitadoras, tomavistas, jabones. Todo lo que usted pueda imaginar se vendía allí, fabricados en todos los lugares del planetas y los dueños de esas tiendas, -que eran indios de la La India-, no de los americanos de las películas, al abrirlas rezaban frentes a las cajas registradoras y depositaban pétalos de flores muy temprano en los cajones de las mismas. Lo hacían porque eso era bueno para el negocio. Mi hermano Manolo tenía un bolígrafo precioso, comprado en Tánger con una chica rubia en bañador y cuando se ponía al revés se desnudaba, pero eso por favor no se lo cuente a nadie porque era pecado. -
-Muy bien, por hoy es suficiente.
Ahora cuando miro los mecheros de plástico de usar y tirar, ésos que mi amigo Joaquín evoca en su Canción de las noches perdidas, afirmando "quema como el gas azul de los mecheros", recuerdo otros que tenía mi hermano o andaban por casa para encender el fuego, de martillo, metálicos y pesados, de gasolina, mecheros como antorchas en la noche. Veo su llama y me transporto a los atardeceres de verano cuando él se alejaba del kiosco con su lámpara de carburo en una mano y en la otra aquellas piedras y un martillo. Con la mano me indicaba que me alejase y por supuesto que le obedecía, pero me quedaba remoloneando por allí, viéndolo tronzar aquellas piedras grisáceas porque pronto, en cuanto las golpease convenientemente, se haría la luz en nuestro pequeño mundo de la playa. Ya casi todos se habían marchado y únicamente veíamos la intermitente señal de la boya en la escollera y en el horizonte Cádiz iluminada. Pero uno se acostumbra a las tinieblas y aprende a ver donde no hay luces, por eso conocía cada penacho de las olas por su espuma cadenciosa en la orilla. Ese momento era muy placentero. Luego volvía sonriente como siempre y aplicaba una cerilla de cartón al quemador y su llama azulina nos iluminaba. Ese momento era mágico para nosotros, por eso corría hacia la cantina y preparaba con alegría un gran vaso de Valdepeñas con gaseosa de los Espumosos Valdelagrana de nuestros amigos hermanos González. Feliz me dirigía hacia él y se lo llevaba, casi siempre se sentaba en la silla más cercana al hueco del portoncillo de los cañizos de poniente, porque allí la brisa era muy agradable. Ella nos miraba y en ocasiones se ofrecía para bañarse. Aunque nadie nunca me dijo nada ya intuía que ese momento era de ellos y únicamente de ellos, se iban alejando en mitad de la noche hacia la orilla y nosotros los contemplábamos jugando con las piedras al chalorín chalorán.
Mi hermana mayor tenía dos trenzas rubias como las llamas del candil de carburo y siempre me sonreía.
Los mayores procuraban acercarse al grupo de chavaleo donde estaban Pepe Palacios, José Antonio, Mima, Pepe el del Bar de la calle Arcos de Jerez, Pepi, Encarni y todas las muchachas de la playa. Ya no recuerdo Teresa si era nuestro primo o el de Jerez quien apuntaba en una lista los chistes que contaban cuando ya nos habíamos sentado en círculo sobre la arena fresca, justo entre nuestro kiosco y la caseta grande de Lucía y la Yoya, primas de mi padre.
Silenciosamente ellos volvían de bañarse mientras nosotros reíamos los mismo chistes una y otra vez. La marea nos arrullaba y la luz reflejada desde el horizonte gaditano rielaba por la mar con una gran belleza.
-Veo que evoca con alegría aquellos años. Dijo la psicoterapeuta.
-Claro que sí Teresa, claro que sí. No así los días cuando vencido el mes de Agosto ya se acercaba el tiempo de desmontar y volver a casa y al colegio, por entonces todavía no había decidido viajar a Sevilla para estudiar. A veces, con las grandes mareas, escuchábamos el ruido de un motor conocido, eran los pescadores de las jábegas que venían costeando y pescando al cerco las playas de Chipiona y Rota y el penúltimo lance lo hacían en La Puntilla. Parece mentira tantísimos marineros subidos en tenguerenge a bordo sobre el mojado aparejo, hombres silenciosos y abnegados, sólo se escuchaba la voz del patrón. En poquísimo tiempo establecían el cerco y largos cabos eran traídos a tierra, momento en que los niños nos agarrábamos a los cabos y nos hacíamos la ilusión de ser tan fuertes como ellos. Lo que no sabíamos es que eran muy pobres.
Abrí los ojos y tras Teresa, mi psicoterapeuta, las siluetas de los edificios formaban un bello recortable de Bahía Blanca.
-Por hoy es suficiente.
-Llegó como un Cristo-
Tambaleándose por la arena, sangrando por el pecho, la cara, las manos y los pies, llorando y avanzando a duras penas...
Era por la tarde y andaba vencido Agosto en La Puntilla con una gran marea vaciante. Los veraneantes iban moviendo sus sombrillas hacia la orilla pero a poco que echasen una cabezada ésta se les escapaba de la vista. Nosotros estábamos recostados contra la caseta grande donde dormían ellos y las niñas. Meli se estaba bañando o en cualquier círculo con sus amigas Encarni y Pepi, ambas veraneantes de Jerez y a la chica la teníamos bien controlada en su moisés trenzado de esparto, en el lugar más fresco del kiosco, cubierta por un lienzo de tul para evitarles moscas. Papá dormía en el sombrajo de atrás con la cabeza sobre un tronco de 10 x 10 cm. rendido de tanto meterle dinero al dueño de la bodega donde trabajaba, reventado.
Era por la tarde y el viento que durante la mañana se mantuvo echado sofocándonos, ahora daba bajeos de Levante y de vez en cuando sacudía los esterones con violencia presagiando un temporal. Ella me había dicho que abriese una tónica -entonces el agua tónica era medicinal-, que le venía bien porque sufría de la vesícula biliar. Me gustaba destaparle tónicas porque bebía muy poco y su sabor algo ácido me agradaba y además, contenía quinina que era muy bueno para evitar las fiebres palúdicas. Nadie sufría tales males, pero en las pelis de Hollywood la gente snob las tomaba y como yo era un discípulo nada menos que del Capitán Trueno y de Humphrey Bogart la bebía.
De pronto el viento dijo que estaba allí y se encresparon las aguas volviéndose verdes y los borreguitos de sus penachos se prolongaban hasta la boya de Las Puercas. Entonces es cuando llegó como un Cristo, aunque creo que ya lo he dicho. Mi psicoterapeuta asintió anotando algo en su libreta.
-¿Dice usted que llegó como un Cristo? ¿Puede ampliar ese pasaje de su vida?
-Huele a temporal. Dijo él, vamos a retirar los cañizos y comenzar a refrescar la arena porque esta noche tendremos averías. Y tenía razón. LLegó como un Cristo. ¡Pobre muchacho con poco más de 30 años, sangrando copiosamente por todo su cuerpo, solo llevaba un pantalón oscuro con muchos cortes producidos por los arrecifes de ostiones del Aculadero. El viento había espantado a los veraneantes y únicamente nosotros aguantábamos, la marea seguía bajando. Trastabillando, con los ojos desencajados y sangrando, agotado y aterido apareció aquel muchacho procedente del Aculadero. En cuanto mi madre lo vio venir me ordenó buscar la caja con los avíos de los cortes y una sábana de las que guardaba limpias en el arcón, que era una caja de carne de membrillo de Puente Genil donde se tenía el algodón, esparadrapos, agua oxigenada, alcohol de 96º y el Cromer.
-¿Qué es el Crómer? Preguntó Teresa.
-A la mercromina para desinfectar la llamábamos así, por su nombre comercial. De igual forma que a los autobuses de Transportes Generales Comes los llamábamos "los Cosme". Pero seguiré contando que en cuanto que el muchacho llegó a la primera mesa se derrengó sobre ella y se cubrió la cara con las manos, pero ya ella estaba con el algodón y lo que tenía parándole la sangría.
-¿Qué te ha pasado hijo? Preguntó. El muchacho miró alrededor y no podía articular palabras, las lágrimas le llegaban a los labios y los cortes de la frente las teñían de rojo. ¿Qué te ha pasado hijo que vienes como un Cristo?
-¡Qué mala suerte tengo Dios mío, qué mala suerte tengo!
-Tranquilo, te curaremos. ¿Qué ha pasado?
-Que estoy perdiendo mi barco señora, que estoy perdiéndolo y lo compré no hace ni una semana y llevamos toda la tarde haciendo señales y nadie viene a socorrernos.
-¡Por Dios, por Dios y la Virgen Santísima qué barbaridad!
-Y eso no es lo peor, a bordo quedan dos marineros que no saben nadar y si nadie acude a socorrerlos se ahogarán en la canal del Puerto y a pocos metros de la playa. Dicho esto, rompió a llorar desconsoladamente.
-¡Qué mala suerte tengo Dios mío, qué mala suerte tengo!
-Tranquilo, te curaremos. ¿Qué ha pasado?
-Que estoy perdiendo mi barco señora, que estoy perdiéndolo y lo compré no hace ni una semana y llevamos toda la tarde haciendo señales y nadie viene a socorrernos.
-¡Por Dios, por Dios y la Virgen Santísima qué barbaridad!
-Y eso no es lo peor, a bordo quedan dos marineros que no saben nadar y si nadie acude a socorrerlos se ahogarán en la canal del Puerto y a pocos metros de la playa. Dicho esto, rompió a llorar desconsoladamente.
Entonces todos los ojos se volvieron hacia la escollera y vimos como allí un juanelito de Huelva había encallado con la marea baja. Allí estaban otros dos marineros que no sabían nadar. Ya habían quemado los colchones y el temporal de levante golpeaba a la frágil embarcación contra las piedras, estremeciéndola, destrozándola. Menos mal que él se determinó y llamó a mis hermanos mayores y a Manoli para arrastrar el paterón de su tío Nono para ir a rescatarlos.
Porque los naufragios Teresa se producen en cualquier momento y a la vista de cientos de personas sin que ninguna de ellas acierte a darse cuenta.
Venía como un Cristo...
-Por hoy es suficiente.
Se necesitaba estar en la mejor forma física para conseguir enarcar las cejas al unísono y detectar todas las conversaciones de aquel círculo endiablado, aunque de vez en cuando detectábamos intentos de mimetizarse por parte de ciertos roaizos pretendiendo imitarnos. No nos dábamos por enterados, practicábamos el viejo y noble arte de la displicencia y sonreíamos. Entre nosotros, los aborígenes, intercambiábamos miradas cómplices sin modificar las caras -así los engatusábamos-, hoy reconozco que en cierto modo éramos unos canallas, pero la universidad del atardecer nos había ya marcado para siempre, luego nos aprestábamos a buscar las herramientas que debían estar perfectamente pulidas para el ritual.
El color de la piel nos distinguía perfectamente, mientras ellos mostraban rosas encendidos en los hombros y cierto despelleje en las narices, nuestro bronceado tenía la pureza deslumbrante de los mestizos.
Y las manos se movían con esa sorprendente habilidad que únicamente tienen los prestidigitadores, aprendidas de tantos atardeceres contemplando ponerse el sol entre los arrecifes del Aculadero y las airosas copas de los pinos, por eso todos nos conocíamos y reconocíamos como de la mejor vinculación playera, fundidos en ardientes crisoles de arena.
Las manos, ésas que van al pan.
Allí nadie tenía reloj ni babuchas sólo ojos, miradas acostumbradas a los rayos verticales del mediodía y a las sombras alargadas de la tarde, mientras las boyas nos barrían con sus ráfagas indefectiblemente cada cierto tiempo -que nuca supimos cuánto era-. No nos preocupaba, sabíamos que al llegar las tinieblas desde la orilla, era el momento de sentarnos en círculo, sacar nuestras achatadas y pulidas piedras y repetir el mantra que habíamos recibido de nuestros antepasados.
-Alredor de un fangal. Chalorín y chalorán. San Pedro como era calvo le picaban los mosquitos Ito ito...
Así, noche tras noche.
Nuevamente volví a depositar con suavidad 5.500 pesetas sobre su mesa. Sabía que fuera, en Bahía Blanca, la tarde había dado paso a los primeros compases de la noche y debía dirigirme hacia la calle donde mi fiel 505 permanecía aparcado. Caso que alguien notase una lágrima deslizándose por las comisuras de mis ojos, simularía que alguna mota de polvo lo había producido.
-Por hoy es suficiente. -Dijo la psicoterapeuta acompañándome hasta el ascensor.
--Allí nadie tenía reloj ni babuchas--
Se necesitaba estar en la mejor forma física para conseguir enarcar las cejas al unísono y detectar todas las conversaciones de aquel círculo endiablado, aunque de vez en cuando detectábamos intentos de mimetizarse por parte de ciertos roaizos pretendiendo imitarnos. No nos dábamos por enterados, practicábamos el viejo y noble arte de la displicencia y sonreíamos. Entre nosotros, los aborígenes, intercambiábamos miradas cómplices sin modificar las caras -así los engatusábamos-, hoy reconozco que en cierto modo éramos unos canallas, pero la universidad del atardecer nos había ya marcado para siempre, luego nos aprestábamos a buscar las herramientas que debían estar perfectamente pulidas para el ritual.
El color de la piel nos distinguía perfectamente, mientras ellos mostraban rosas encendidos en los hombros y cierto despelleje en las narices, nuestro bronceado tenía la pureza deslumbrante de los mestizos.
Y las manos se movían con esa sorprendente habilidad que únicamente tienen los prestidigitadores, aprendidas de tantos atardeceres contemplando ponerse el sol entre los arrecifes del Aculadero y las airosas copas de los pinos, por eso todos nos conocíamos y reconocíamos como de la mejor vinculación playera, fundidos en ardientes crisoles de arena.
Las manos, ésas que van al pan.
Allí nadie tenía reloj ni babuchas sólo ojos, miradas acostumbradas a los rayos verticales del mediodía y a las sombras alargadas de la tarde, mientras las boyas nos barrían con sus ráfagas indefectiblemente cada cierto tiempo -que nuca supimos cuánto era-. No nos preocupaba, sabíamos que al llegar las tinieblas desde la orilla, era el momento de sentarnos en círculo, sacar nuestras achatadas y pulidas piedras y repetir el mantra que habíamos recibido de nuestros antepasados.
-Alredor de un fangal. Chalorín y chalorán. San Pedro como era calvo le picaban los mosquitos Ito ito...
Así, noche tras noche.
Nuevamente volví a depositar con suavidad 5.500 pesetas sobre su mesa. Sabía que fuera, en Bahía Blanca, la tarde había dado paso a los primeros compases de la noche y debía dirigirme hacia la calle donde mi fiel 505 permanecía aparcado. Caso que alguien notase una lágrima deslizándose por las comisuras de mis ojos, simularía que alguna mota de polvo lo había producido.
-Por hoy es suficiente. -Dijo la psicoterapeuta acompañándome hasta el ascensor.